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Guillermo Fesser

Texto incluido en el libro Photobolsillo nº 18, editorial la Fábrica.

CAZADOR DE ESTRELLA FUGACES
José María Díaz-Maroto es un ser humano con todos sus complementos, incluido el don de la fotografía, que lo trae fuera de serie. Como un cazador de rebecos que espera paciente la llegada de su presa al atardecer, Díaz-Maroto se recuesta en un paisaje que le sugiere nostalgias, por la luz, por la naturaleza, o por el cemento, y aguarda a que alguien se cuele desapercibido en el cuadro para cazarle el alma con el ¡click! aparentemente improvisado, de su cámara. Quizás por eso el objetivo de este madrileño, que viaja al Norte con insistencia buscando los recuerdos de su infancia, suele retratar paradójicamente el Sur, lugar en el que habitan los sentimientos más íntimos de las personas.

Todo comenzó a finales de los sesenta cuando, siendo un lechón de doce años, se atrevió a pedirle a su padre la Lowell Cinefilm. Aquella máquina, de objetivo fijo acromático y tan sólo tres diafragmas, le sirvió para captar en negativo la Primera Comunión de una prima. Eran los tiempos en que el chaval vivía en la burbuja de ilusión ficticia de las casas militares de El Pardo, pensando, como el hijo en la fábula de Roberto Benigni, que la vida era bella.

En aquellos días el fotógrafo daba por hecho que todos los padres de España eran militares, que todas las familias de la península gozaban de una vivienda digna y que los pobres sólo salían en los crismas navideños de Ferrandis. Ya llegaría el desencanto cuando le tiraran para atrás en las pruebas físicas de ingreso a la Academia. La natación, hijo, que siempre ha sido muy perra. Pero antes le quedaban muchos veraneos en Asturias, la tierra de su madre, y una noche mágica en la parroquia de su tío el monaguillo.

Ocurrió, como acontece todo lo grande, en un pueblo pequeño: San Roque del Acebal. Cuidaba de la iglesia un cura que combinaba los misterios de la conversión del vino en sangre con los secretos de revelar en un laboratorio oculto a las miradas. Y así, una noche, que en principio no aportaba nada de especial con su meteorología, Díaz-Maroto se encontró en la sacristía de frente a la ampliadora. Asistido por su tío monaguillo, el cura de San Roque se dedicaba a atrapar fantasmas. Surgían los espíritus de un haz de luz, los atraía el padre con sus conjuros hacia un papel blanco satinado y los fijaba para siempre entre las ondas de un estanque de andar por casa.

Se sentía Díaz-Maroto partícipe de una ceremonia prohibida, intuición que ganaba peso por el ambiente creado con la bombilla de color rojo y el olor a vinagre que envolvía la pequeña estancia. El adolescente se dejó recorrer por pensamientos contradictorios que abarcaban, desde la idea de salir por patas, hasta la de quedarse allí de aprendiz de brujo, y para cuando quiso reaccionar, notó que la magia de la imagen se acababa de adueñar de él para siempre.

Tras el fiasco del ingreso a la Academia Militar -hijo mío, qué disgusto- Díaz-Maroto, como Mambrú, se fue a la guerra. Acababa de cumplir los dieciocho cuando se le abrió de golpe, en la mili, el espectro humano de España. Y es allí, en el Regimiento de Transmisiones de El Pardo, donde habría que buscar el origen de todas las fotografías que ocupan este libro. No porque allí combinara la emisora QRK, que transportaba todo el día en la chepa, con una modesta cámara que le servía para documentar las maniobras de apoyo realizadas en Cáceres y en Burgos. No. Y no, porque el equipo no era bueno y el resultado tampoco como para echar cohetes. Qué va. El principio de su carrera, la verdadera llamada de la selva, amaneció en el brutal encontronazo del soldado Maroto, el de la moto, con un •paisaje de hombres tan desconocidos que se le destapó el hambre por retratarlos.

Confluyeron en aquel servicio militar jóvenes venidos de muy diversos rincones; y, atenta la compañía, hablamos de una época en que los puntos cardinales eran más de cuatro. Además de convencionales los había borrachines, primitivos, poetas, insociables, mecánicos de taller, raros, zarrapastrosos y alguno, incluso, hasta antimilitarista.

Bajo estas circunstancias, naturalmente, la burbuja de felicidad que Díaz-Maroto traía puesta con el logo de ”Spain is Different” se le marchó al carajo. Tuvo suerte, sin embargo, porque la explosión de ese mundo redondo y perfecto no le dejó malherido. Como en• •esos extraños accidentes aéreos en los que un pasajero de la fila 27 salva milagrosamente la vida, la onda expansiva le pasó rozando y pudo observar indemne cómo ese mundo estallaba en miles de planetas diversos, y se le conformaba un nuevo mapa con la galaxia apasionante de los seres humanos que habitamos la tierra.

Con el paso del tiempo y basándose en esa sencilla experiencia, el artista ha creado su peculiar manera de observar a las personas a través del objetivo. Ha aprendido que a sus protagonistas, como a las estrellas fugaces, no se les puede controlar el rumbo. Los que se le meten en campo son hombres, mujeres o niños que surgen de improviso, se detienen un instante y desaparecen para siempre. No cabe darles órdenes, colocarles o modificarles la luz de contra. Sus retratos son como fotografías de astros efímeros, que tienen su momento de gloria en el firmamento, y solo el hecho de haber permanecido a la espera le posibilita captarlo.

En general, los trabajos de Maroto, -vale ya de tanto Díaz, que el apellido compuesto le da al artista una lejanía que no se merece- son historias de viajes. De viajes de todo a cien. Y no lo digo en sentido peyorativo, sino más bien con la intención contraria. Son viajes hacia lo cotidiano, una sonrisa, unos andares, en los que poco importa la geografía en donde ocurran. Por ejemplo, cuando Maroto retrata Cuba, no anda buscando las palmeras o malecones que irremediablemente terminan colocándose en sus disparos, sino esas miradas que lo dicen todo acerca de la cultura visitada.

Conviene tener esto presente para que la fotografía de este autor no le llame a uno a engaño. Aunque nos empeñemos en ver paisajes, sobre el papel siempre reside la intención del retrato humano. Es cierto que tiene lienzos en blanco y negro de caminos, de acantilados y de edificaciones, pero no olvidemos que siempre planean sobre la naturaleza las huellas de quienes la habitaron. Así, cuando retrata el mar Cantábrico, está pensando en su hija que se encuentra en Irlanda, más allá del horizonte. Y cuando capta la casa del indiano en Llanes, vienen a su memoria los ecos del jardín de sus abuelos.

Pero quizás la virtud más destacada de este fotógrafo madrileño sea el conseguir que, al observar sus trabajos, dé .la impresión de que le han salido bien por casualidad. Son fotografías sin truco, sin montaje. Cada una de ellas se parece a esa foto que todo aficionado guarda como oro en paño y que le salió de chiripa, sin entender muy bien cómo, después de quince años de tirar carretes. La única diferencia es que Maroto, antes de recoger las pruebas en el laboratorio, ya se sabía el resultado. Maroto no monta encuadres, pero los busca. No provoca la acción de los personajes, pero les espera.

Y es en la combinación de localizar el sitio adecuado y aguardar paciente la llegada de su víctima donde salta la chispa que nos cautiva al observar sus resultados.

La clave, si hubiera que buscar alguna, reside en que, al ver sus fotos, todos pensamos que podríamos haberlas hecho nosotros. Ojalá pudiéramos.

Guillermo Fesser. 1999

Texto incluido en el libro PhotoBolsillo nº 18 – La Fábrica