Paco Carpio

Prólogo del libro «Azules, ocres y el paso del tiempo».
“Es posible un arte que tiene su punto de partida en las emociones, transmitidas a través del color, un color cada vez más libre y arbitrario, y no en las reglas prescritas académicamente. Se trata de emociones que se originan en el artista y que hacen referencia a su mundo interior. Visión sincera, intensa y verdadera”.
Paul Gauguin. Escritos de un salvaje.

PUPILAS EN LA PIEL

Del mismo modo que nos confesaba el (buen) “salvaje” Gauguin, las fotografías de José María Díaz-Maroto están también escritas con la luz de las emociones y reveladas con la policromada química del color. Un color igualmente libre e igualmente arbitrario en tanto que ha seleccionado dos tonos fundamentales para escribir su personal (foto)grafía: Azul y Ocre. Agua y Luz. Mar y Tierra.
No he elegido en absoluto al azar esta cita del gran pintor francés, uno de los primeros viajeros-artistas en busca del exotismo de otras miradas distintas a y distantes de la europea. Ante la mirada clara, fría y cruel de Occidente (Rimbaud), la mirada cálida, curiosa, azulada y albero de un viajero en busca de otras tierras. Pupilas sobre la piel tostada del Caribe, de Canarias, del Cabo de Gata, de Brasil…
Nuestro artista nos dirá: “…los viajes alimentan mi espíritu…” Y, sin duda, el viaje ha sido y es avituallamiento constante y fundamental en su mochila… de viajero.
Desde Marco Polo a los fieros vikings pasando por Ibn Batouta, de Paul Morand o Valery Larbaud hasta llegar a los singulares viajeros del romanticismo (el antecedente menos pedestre y más ilustre de la actual raza de los turistas…), viajar ha supuesto una constante del hombre por encontrar y traspasar límites, los de la tierra o los suyos propios. Decía Henri de Montherlant que “de todos los placeres, el viaje es el más triste”. No lo sé. Seguramente sí que es el más

personal, el menos transferible. Placer, tristeza, búsqueda, descubrimiento o transgresión lo cierto es que fotografía y viaje han recorrido juntos -montados en un tándem de cuatro ruedas y dos manillares- un largo camino.
De esta manera, a través del viaje, el fotógrafo se convierte en un nuevo Doctor Livingstone (I supose) en busca de la mágica orografía-fotografía de unas nuevas y emulsionadas fuentes del Nilo. Aunque no siempre el viaje físico es el más fecundo, el más fértil. En ocasiones es mejor iniciar y documentar un viaje inmóvil, encontrando igualmente entre las cuatro caras del mundo de una habitación, todos los paisajes, todos los rostros, todos los cuerpos, todas las esfinges y enigmas.
Creador de parajes fotográficos, cazador de territorios, muchas de las fotografías que presenta en este nuevo proyecto siguen arrojando una mirada tan teñida de sus propias experiencias que parece haber sido proyectada más sobre un mundo inventado que sobre un mundo inventariado. Se convierte así en contrapunto (aunque a la vez en cómplice…) de otros viajeros, en este caso, inmóviles: Thomas de Quincey, Kafka, Pessoa, Julio Verne, Kavafis, Marcel Schwob, Cunqueiro o Lezama Lima, quien desde su aislamiento en La Habana (un lugar, por cierto, abundante y amorosamente fotografiado por Díaz-Maroto) afirmaría: “pocas personas han podido viajar tanto como yo entre los muros y anaqueles de mi biblioteca”…
Esa necesidad impulsiva y compulsiva por conocer nuevos espacios, humanos y naturales, que supone el viajar está, pues, bien presente a lo largo de toda la trayectoria artística de José María Díaz-Maroto.
Una trayectoria que ha estado casi siempre signada por la curiosa e inquieta mirada del documento, del registro (siempre individual y subjetivo) de la individual y subjetiva realidad… Desde el punto de vista historiográfico, la fotografía documental y el reportaje se han encaminado por dos senderos diferentes: uno signado por la técnica, la evolución de cámaras, procesos y acontecimientos, y otro más acompasado con el ritmo de la(s) historia(s) al modo que lo interpreta Gisèle Freund, desde un punto de vista económico y social. Otros autores como Susan Sontag o Walter Benjamin sitúan su evolución bajo una vertiente ideológica, de mitos y acontecimientos históricos como marcadores de su rumbo, llegando a considerarlo un método de control social, tal como llegaría a afirmar Foucault.
La concepción de la fotografía como un ámbito de representación de la realidad y de la vida humana, a través de un múltiple filtro económico, social, histórico e ideológico ha estado -y está aún- presente en la ética (y en la estética) de la mirada de un buen número de fotógrafos.
Ese carácter documental y social presiona la voluntad y el disparador para traernos ante el primer plano de nuestra conciencia la mayor profundidad de campo humana posible. Las estrategias del documento, ligadas a un deseo de reflexión sobre determinados paradigmas de los comportamientos antropológicos, culturales y consuetudinarios de la sociedad, se constituyen igualmente en señas de identidad de buena parte de sus obras. Imágenes para escribir con luz (fotografiar) allí donde en muchas ocasiones no hay demasiada luz…
Como ya he señalado, formalmente estas fotografías se construyen con la bipolaridad de dos colores esenciales. Por un lado (de la paleta) el azul. “¿Qué es el azul? El azul no tiene dimensiones. Está más allá de las dimensiones de las que beben otros colores…” Apasionado por el cielo azul de su ciudad natal, Niza, e inspirado también por los frescos azules del Giotto en Asís, para el artista francés Ives Klein este color, como el mar y el cielo, encarna los aspectos más abstractos de la naturaleza tangible y visual.
Pero el azul no es sólo el azul de Klein. Recientes investigaciones basadas en estudios informáticos han calculado la existencia de unos cuatro millones de tonos azules… Suficientes para saciar el paladar cromático más exigente y refinado.
Recuerdo a Rafael Alberti diciendo: “El mar invade a veces la paleta / del pintor y le pone / un cielo azul que sólo da en secreto…” (A la Pintura).
Un lenguaje de matices fríos –y a veces inexplicablemente cálidos- con los que hablar el idioma eléctrico y húmedo del mar, de las nubes, de la melancolía, de la luz de oriente. Azul agua, azul sueño, azul de la memoria y el viaje, de la dulce tristeza, de las venas marcadas en la piel morena. Un dibujo sensible y sensual brota de la carne añil-índigo-zarco-endrina-garza-marina-aciana-lapislázuli-ultramar de estas fotografías.
Ante la –aparente- frialdad del azul, el calor de otro color. El ocre es un color que contiene los básicos del espectro, es decir una base en amarillo, algo de rojo y algo de azul. El ocre nos parece un color fogoso pero, a la vez, connota placidez y serenidad.
El uso del ocre es tan antiguo como la propia huella del hombre. Huella ocre en la tierra. En las paredes de la caverna. En las pisadas del suelo. En la mirada del cazador. En el oro-orín de la ambición. En la luz de ciertos ojos y de ciertos cabellos. En la piel del deseo. En las lenguas del sol. Amarillo del limón, siena claro de las pieles tostadas, matiz samoano, caribeño, andalusí, láminas doradas de los atardeceres tropicales.
Es también el color del oro. Dice Juan Eduardo Cirlot en su espléndido Diccionario de Símbolos: “… a consecuencia de los millones de rotaciones en torno a la tierra (o inversamente) el sol ha hilado el oro en ella. El oro es la imagen de la luz solar y por consiguiente de la inteligencia divina. El corazón es la imagen del sol en el hombre, como el oro lo es en la tierra…”
Al elegir también este color como el otro hilo (de oro…) conductor de la temperatura visual y formal de sus fotografías, Díaz-Maroto pinta su mirada con un doble y dialéctico registro cromático: frío y cálido, agua y luz, septentrional, meridional; las dos caras de una misma y ambidiestra moneda coloreada.

Junto a estos constructos cromáticos, la representación visual de la memoria, esto es de la narración temporal de las historias personales y públicas, constituye otro de los ejes fundamentales de su propuesta.
En el libro IV de la Física señala Aristóteles, en relación al Tiempo: “[…] es, por un lado, lo que fue y no es más, por otro lado, lo que será y no es todavía…”. Un concepto que engloba pasado, presente y futuro como una suerte de continuum elástico, eterno y circular, y que ha supuesto a partir de entonces el objeto de deseo filosófico de un gran número de pensadores, desde San Agustín hasta Kant, Bergson o Heidegger, entre otros muchos.
Del mismo modo, el Tiempo, junto a otros territorios conceptuales ligados a él, como puedan ser el sentido de lo que perdurable o no, e igualmente la idea de memoria, y los filamentos del recuerdo de las experiencias (personales y compartidas) son también objetos de deseo, en este caso, artísticos, que Díaz-Maroto intenta conjugar con el verbo de sus imágenes fotográficas.
Una buena parte de estas fotografías reflexiona sobre el paisaje y se inserta dentro de ese ámbito de observación y meditación (dos palabras que, inevitablemente, siempre acaban rimando) de la naturaleza del que nos hablaba Cicerón. Un ámbito, por otra parte, del que Nietzsche nos dirá en El viajero y su sombra: “El que se resguarda totalmente contra la naturaleza, se resguarda también de sí mismo: jamás le será dado beber de la copa más deliciosa que puede llenarse en su recóndita fuente”.
Pero el paisaje no es únicamente el ámbito “real” y físico de la naturaleza, ni siquiera el resultado de la intervención que la historia, es decir el hombre, ha operado sobre él. El paisaje será también el continuum de factores culturales y estéticos que definen, signan y representan un territorio, un lugar. En esencia, una elaboración mental que realizamos a partir de ‘lo que se ve’ al contemplar un territorio, un país.

Y tampoco se trata de un paisaje en el que la huella del hombre –ni por supuesto su propia presencia- se convierta en ausencia. Todo lo contrario, la naturaleza siempre aparece en relación directa con lo humano-urbano. Como el propio José María mismo nos confiesa: “…sobre todo me interesa el ser humano y todo lo que le concierne….” Sentimos pues el latido, la sangre y la carne de los principales actores del teatro de la vida: los seres humanos. Se unen así pues, país, paisaje y paisanaje. Una tríada que, sin duda, merece la pena ser foto(carto)grafiada…

Francisco Carpio 2014

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